Todavía entre sueños, busco con la mano el despertador para apagar la alarma. No soy capaz de abrir los ojos, tan sólo una rendija para situarme, para intuir dónde estoy, para que mi cuerpo vaya desperezándose y dándose cuenta de que hay que levantarse.
Como un autómata…
Como un autómata, voy al cuarto de baño y le doy paz a mi vejiga, que es en realidad la que consigue que me levante de la cama. Busco mi rostro en el espejo. Está desenfocado por alguna lágrima mañanera que brota del único ojo que he conseguido abrir. Me lavo las manos y la cara (sin lograr todavía tener los dos ojos abiertos) y cepillo mis dientes.
Ya estoy lista para mi rato de meditación mañanero. Me siento en el cojín y cruzo las piernas en esa postura que alguien decidió llamar “fácil”. Me fijo en cómo estoy, enderezo la espalda, tiro de la coronilla hacia arriba, me asiento bien sobre mis glúteos… Reviso las posibles tensiones en cuello y hombros y relajo los músculos de mi rostro. Ahora ya estoy preparada.
Comienzo a ser consciente de mi respiración. Es curioso, porque noto que mi corazón y mi mente siguen dormidos. Sólo hay respiración. Sólo el ir y venir de la ola de la inhalación y la ola de la exhalación.
Y poco a poco voy dándome cuenta de lo que sucede en mi y a mi alrededor: la luz de la farola que entra por la ventana (todavía es de noche), el motor de los primeros coches madrugadores y de algún camión de reparto especialmente ruidoso. Siento el frío en la piel y ese olor sin olor que tiene el aire fresco de la mañana.
Como no podía ser de otra manera, mi mente comienza a divagar. Se acabó la paz de la respiración. Y salta sin parar de algo que tengo que hacer a lo que voy a ponerme esta mañana. De un recuerdo a una preocupación. Y todo esto viene acompañado de sentimientos encontrados, algunos más agradables, otros que me provocan rechazo.
Cuando me doy cuenta de cómo me la ha jugado la mente, tengo un primer momento de enfado, luego tristeza y frustración por sentirme tan manipulable por mis propios pensamientos y sentimientos. Así que vuelvo de nuevo mi atención a mi respiración y recuerdo cómo empecé al sentarme: mente y corazón dormidos, dejando sólo esta inhalación entrando y esta exhalación saliendo.
Paz, serenidad, bienestar físico, calma mental… sigo respirando con esa cadencia del bebé que duerme. Pero no me quedo dormida: sólo disfruto de estas sensaciones: paz, relajación del cuerpo, calma en la mente…
Con sus más y sus menos, consigo mantener esa atención en mi cuerpo, en mi respiración. Por supuesto acompasadas con las escapadas de la mente a que “se me ha dormido una pierna”, “me pica la oreja” o “¿cómo puede haber un mosquito si es invierno?”.
Y me doy atención a lo que pienso y lo que siento con ternura y amabilidad. Siempre respirando, siempre en la atención del ir y venir del aire, igual que van y vienen mis pensamientos y sentimientos. Sintiendo el bienestar, la serenidad.
Cuando termino…
Cuando termino, abro los ojos, me estiro, me muevo y me doy cuenta de que a fuerza de perseverar en mi intención de meditar, a fuerza de volver una y otra vez a mi respiración, voy transformándome, despacito, a fuego lento.
Ya ha amanecido y tengo los dos ojos bien abiertos. Mi cuerpo y mi mente están preparados para recibir aquello que me depare la jornada.
Como cada día, vendrán a mi cabeza juicios sobre mí, sobre los demás y sobre lo que está pasando.
Como cada día, tendré el impulso de reaccionar a lo que vea, oiga y sienta.
Y como cada día desde que empecé a meditar, me anclaré a mi respiración para ejercer la ecuanimidad y la compasión.
Y notaré cómo en vez de reaccionar, mi mente se tomará un instante para valorar las consecuencias de esas respuestas automáticas que, en la mayoría de los casos, no son buenas ni para mí ni para los que me rodean.
Y me sentiré más capaz de vivir en armonía y en bondad. Porque poco a poco mi ego, aquello que me hace sentirme separada de los y de lo que me rodea, se va haciendo más pequeñito y va recuperando su sitio: mantenerme viva. Todo lo demás sobra: los miedos, los enfados, los apegos.
Y así, poco a poco, cada mañana, con un ojo abierto y otro cerrado, mi consciencia va despertando para hacer mi vida más fácil, más plena y más feliz. Entendiendo cada día que no soy algo distinto y separado del resto del universo. Ese universo formado por los que me rodean y lo que me rodea. Desde el respeto, la amabilidad y el amor.